Jorge Borja Castañeda
En los últimos decenios del siglo pasado y en los años que han transcurrido del XXI, muchos psicólogos han abjurado de su fe clínica (esto es, han dejado de tratar los problemas mentales de la gente, como quiera que se definan) y han preferido profesar la más moderna actividad de la investigación y la prevención como medios para propiciar la salud corporal, para lo cual se han armado de poderosas herramientas de estudio y de algunas recomendaciones sobre cómo prevenir los males de diver- sos tipos entre las personas sanas.
Con el mismo entusiasmo, estos psicólogos han propuesto normas conductuales para asegurar una cierta responsabilidad en el acatamiento de las órdenes de los médicos cuando las personas, por desgracia, han dejado de ser tales para convertirse en pacientes. Se trata, dicho con sus palabras, de volver a las personas capaces de prevenirse de la enfermedad y a los pacientes competentes para adherirse al tratamiento médico; sí, al tratamiento médico, no psicológico.
Con muchos datos y algunas recomendaciones que no siempre derivan del análisis de esos datos, sino del muy leal, antiguo y noble sentido común, nuestros investigadores han escrito ya para estas fechas un respetable número de artículos científicos publicados en las revistas especializadas en el tema de la salud; por supuesto, tal como la perciben los psicólogos, eso les ha valido el reconocimiento de sus pares, pero no del pueblo llano, que es el que sigue sin gozar de buena salud.
Diversos nombres han recibido estos esfuerzos académicos: psicología y educación para la salud, psicología de la salud, psicología clínica y de la salud, psicología y salud, y otros del mismo estilo. Ahora bien, a los ojos del lego, ¿cuál es la diferencia? ¿Cambia algo el propósito si se usa la preposición de o si se usa la conjunción y? Pues debe usted saber, amable lector, que sobre estas pequeñas diferencias se han escrito grandes argumentaciones que justifican su uso en uno u otro caso, siempre descalificando a quien utiliza la expresión diferente. Lo mismo se ha hecho para defender o denostar la colaboración entre lo clínico y lo sanitario, y de igual manera se ha procedido para decidir si se incluye en los análisis psicológicos a la mente o se deja nada más a la conducta como chivo expiatorio de la mala salud de su poseedor. En fin, que los psicólogos se las traen consigo cuando se trata de defender las palabras con las palabras, para lo cual la ayuda de filósofos como Ryle y Wittgenstein es inapreciable, pues es conocida su inclinación a redefinirlo todo.
Pero si eso no fuese suficiente, sin ningún temor a los dioses del Olimpo o a las maldiciones árabes, los psicólogos de los que hablamos no dudan en sacudir las tumbas de otros grandes argumentadores como Aristóteles o Maimónides, quienes, ajenos al uso muy libre de sus palabras, siguen durmiendo el sueño de los inmortales.
En el mejor de los casos –digo yo, dando mi opinión donde nadie me la pide–, el término que debe usarse es el de sanitario; por lo que el ámbito que relaciona a la psicología con la salud debería denominarse simplemente psicología sanitaria, si es que hubiere alguna justificación para su existencia. Y como el lector puede percatarse, ya estoy discutiendo sobre la pertinencia de las palabras en lugar de acordarme de los enfermos. Aun así, me parece que es una expresión más afortunada que las mencionadas líneas atrás, pues algunas de ellas violentan el buen castellano.
Lo que de ninguna manera queda claro es cómo esas sesudas discusiones en el ágora se transforman en algún beneficio para los enfermos, sí, esos que carecen de bienestar físico y mental, según la consabida definición mundial de la salud.
Diversos problemas en el campo de la salud son investigados por los psicólogos; por ejemplo, en el caso de la diabetes se sabe que quienes se encuentran mayormente en riesgo son los que tienen antecedentes familiares de esa enfermedad, los que mantienen una dieta que contiene demasiados azúcares y grasas, o también aquellas que abusan del alcohol. Estos datos se ofrecen en revistas especializadas en psicología, aunque no difieren mucho de los estudios epidemiológicos hechos por médicos. La diferencia, argumentan, estriba en que los psicólogos intentan identificar y evaluar las competencias conductuales que las personas no poseen y que las lleva finalmente a enfermar. Pero, ¿utilizar la expresión “competencia conductual” vuelve psicológico un estudio que de otra manera sería simplemente epidemiológico? ¿Cuál es la “dimensión psicológica” en el ámbito de la salud? Pero más allá de estos asuntos cruciales para la definición de lo “psicológico”, lo más importante que debe uno preguntarse es si ha disminuido el número de casos de diabetes desde que se llevan a cabo esos estudios sobre las competencias conductuales en la prevención de la enfermedad. El éxito desmesurado (y francamente ofensivo) de la venta de comida chatarra, refrescos azucarados, licores, cervezas, hamburguesas y otras delicatessen populares muestran un panorama muy diferente.
En cualesquiera de los problemas de salud estudiados se emplean cuestionarios que se aplican –por poner un ejemplo relacionado con las añejas enfermedades de transmisión sexual– a un número (entre más grande, mejor) de jóvenes para evaluar si se encuentran “en situación de riesgo” o si muestran “comportamientos de riesgo”. Las respuestas a esos cuestionarios se tratan estadísticamente para mostrar que las variables estudiadas se relacionan significativamente con el problema sanitario de interés. Pero, ¿no es la juventud sinónimo de riesgo? ¿Se requiere un estudio “científico” para hacer evidente lo obvio?
Ni duda cabe que de tanto ir el cántaro al agua éste se acaba rompiendo, por lo que la probabilidad de que los jóvenes se comporten inconscientemente (diría alguna madre preocupada) o riesgosamente (afirmaría algún psicólogo sanitario) es muy elevada, pero tal probabilidad está estrechamente relacionada con el mero hecho de que los jóvenes fueron tomados por asalto por sus propias características sexuales secundarias (hormonas incluidas), más que por la ausencia de información, para crear competencias protectoras de la salud. A todo ello hay que agregar el campo fértil en que esas hormonas pueden expresarse; me refiero a los “antros” y a otros lugares diseñados ex profeso para cobijar y propiciar las apetencias de la carne. Por si esto fuera poco, los medios de comunicación están siempre dispuestos a exacerbar los impulsos naturales dotándolos de atributos como el poder, la elegancia y algunos otros “valores” de la sociedad actual.
Pero esto lo sabe la humanidad desde hace milenios, excepto los expertos en competencias conductuales. Ser joven es estar en riesgo, es ser un riesgo. Aunque la búsqueda del peligro no sea una atribución exclusiva de los muchachos (o de las muchachas), el riesgo es consustancial a la naturaleza humana y está por encima de la cantidad y calidad de la información recibida sobre algún tema, del nivel educativo o de la capacidad intelectual del que se enferma de gonorrea o de sífilis. Que lo diga si no Enrique VIII de Inglaterra, cuya tendencia al riesgo lo hizo crear la Iglesia anglicana.
¿Tendencia al riesgo? Todos los seres humanos, en mayor o menor medida, somos buscadores de peligro, pero lo que nos hace fundar una nueva Iglesia no es la espiroqueta pálida, madre de la sífilis, sino estar apasionados por el otro sexo –o el mismo– y detentar un gran poder. Del mismo modo, lo que nos hace contraer la gonorrea es tener relaciones sexuales con una persona infectada con la bacteria Neisseria gonorrhoeae sin usar condón, mientras se es presa de una pasión que no reconoce más límites que la fase refractaria de la excitación. La pasión no es una cuestión de ausencia de competencias conductuales sino de irracionalidad. Si se pudiera apelar a la racionalidad del ser humano para enseñarle a ser competente para prevenir y cuidar de su salud no habría necesidad de análisis psicológicos; bastaría una planeación lógica de lo que la gente debe aprender.
Años y más años de información sobre los peligros que entrañan las relaciones sexuales (en todos los sentidos: desde el religioso hasta el económico) no han logrado que los seres humanos dejen de aparearse incluso en “condiciones de riesgo”; de hecho, para algunos el riesgo le añade placer al placer.
Las enfermedades de transmisión sexual no han disminuido; particularmente el sida, sigue su avance sin que las campañas hagan mella en el creciente aumento del problema. ¿Por qué la gente se sigue contagiando con el virus de inmunodeficiencia humana, o VIH? ¿Por qué las campañas de prevención no funcionan? Probablemente el problema está en que esas campañas apelan a la racionalidad de las personas, como si las razones por las que nos contagiamos tuvieran que ver con la falta de información y no con la falta de racionalidad de nuestros actos. Los psicólogos sanitarios parten del supuesto de que enseñando a la gente ésta debe aprender, pero el caso es que no aprende, en el sentido de comportarse “competentemente” para proteger su salud.
¿Necesita la gente que se le enseñe cómo ponerse un condón? ¿Necesitan las personas que los investigadores (sean médicos o psicólogos) les repitan constantemente que el medio idóneo para evitar las enfermedades de transmisión sexual es el uso del condón? No es que no lo sepan o no lo recuerden, como bien lo evidencian las mismas investigaciones. Lo que pasa es que no lo hacen. A este no hacer es a lo que algunos psicólogos llaman “carencia de competencias”. Pues bien, la argumentación es débil, dado que no explica por qué ocurre eso; simplemente se afirma que la persona debe ser enseñada a comportarse con efectividad para prevenir y cuidar de su salud, pero lo que llama la atención es que la “enseñanza” de esas competencias no surte efectos reales. ¿Por qué?
Quizá lo que ocurre es que no se entiende la naturaleza del impulso sexual, que es por definición irracional. ¿Cómo se domestica a la fiera salvaje, una vez que se ha despertado? Si el control de las pasiones no es parte integral de nuestra personalidad desde la infancia, entonces no hay manera de que las campañas que llevan a cabo psicólogos y médicos tengan algún efecto en la prevención sanitaria del sida o de otras enfermedades. El perro viejo aprende con mucha dificultad nuevos trucos. Pero el humano es racional –se aduce–; sí, posiblemente, pero no cuando se encuentra desinhibido por varios tragos de cerveza, licor, cocaína, metanfetaminas o una combinación de todas esas sustancias, mientras por delante se nos pasean las tentaciones de la carne.
Seguramente los investigadores saben que lo primero que se desinhibe (sea cual fuere la razón) es el impulso sexual. Entonces –responden raudos–, hay que cuidar que las personas, especialmente los jóvenes, se mantengan alejados de las “situaciones de riesgo” (léase: tentaciones). ¿Cómo? ¿Lo sabe alguien? Los padres son cada vez más permisivos (cosas de la modernidad paternal); los controles conscientes son también exiguos (los jóvenes están acostumbrados a hacer lo que se les pegue la gana, sin respeto a personas, valores o costumbres); los “antros”, a pesar de que éstos suelen explotar o quemarse frecuentemente, siguen prosperando (por cada uno que se llega a cerrar se abren dos), y la educación formativa de la conciencia humana es cada vez más ajena a los centros escolares. Parece que la alternativa es impedirle salir a los jóvenes. £Horror! ¿Qué harían los padres con ellos dentro de la casa? ¿De qué hablarían, si no lo han hecho en lustros? ¿Se sentarían ante la televisión, sin hablarse entre sí, tal como lo hacen papá y mamá durante horas, hasta que es tiempo de dormir? ¿O se quedarían dentro de la casa disfrutando de un buen disco de jazz, mientras papá sale esa noche a hacer lo que no quiere que hagan sus hijos?
¿Cómo está, entonces, eso de la enseñanza de competencias para prevenir enfermedades de transmisión sexual, especialmente el sida? ¿Existe un joven normal que no sea capaz de entender que el condón lo puede proteger de las enfermedades de transmisión sexual? No es falta de entendimiento lo que hace que los chicos y muchos adultos no usen el preservativo. Quizá (un quizá con muchas probabilidades a su favor) no se trate de un problema de racionalidad, sino de motivos, personalidad e historia personal, no de aprendizaje, por lo menos no como lo entienden los responsables de los programas de prevención y educación.
¿Se puede aprender, más bien aprehender, lo que no se está en posibilidades de ser aceptado como parte de nuestra vida, sobre todo si se trata de algo que atañe a nuestra intimidad, a nuestro despertar a la pasión, al amor y a la aventura? ¿Se puede aceptar sin más aquello que se siente como imposición de una autoridad que, además, no se reconoce como tal? ¿Pueden los jóvenes asumir como suyo un compromiso ante un problema que mucho tiene de mediático y poco de claridad en sus planteamientos? ¿Quién sabe realmente qué es eso del fenómeno VIH-sida? Aunque el tema es ya parte de la cultura general de la humanidad, la frivolidad con la que se aborda no garantiza su comprensión. Las campañas de prevención actúan desde una posición vertical y paternalista al indicar qué es lo que se debe y qué no se debe hacer. Las universidades, por ejemplo, no fomentan la discusión entre diversos expertos, entre los expertos y los estudiantes, entre los estudiantes y sus familias. En este estado de ignorancia, ¿qué repercusión tiene que el padre pudiera llegar a aconsejar a su hijo sobre la necesidad de usar el condón para prevenir el contagio del virus del sida?
En verdad, a las autoridades encargadas de la salud pública no les queda más que promover campañas informativas, pero el problema con la información es que no educa, sobre todo cuando ésta sólo consiste en carteles, anuncios en la televisión, anatemas en los templos religiosos y otras maneras de indicar cómo debe proceder el público al que va dirigido el mensaje “preventivo”. Prevenir, no obstante, únicamente puede consistir en reeducar.
La información es necesaria, pero a condición de que no constituya un ejercicio en el que el receptor sea tratado como un ser pasivo que recibe la información sin mayor cuestionamiento de su parte. Informar no significa “mandar mensajes imperativos”, sino el ejercicio de construcción del conocimiento entre todos los actores (la sociedad toda) de este drama médico y social que es la epidemia de sida. Prevenir es reeducar, pero a toda la sociedad, como ya se dijo, y no únicamente a los que se encuentran “en riesgo”.
Este tema no se agota en lo afirmado por los funcionarios de la salud pública. Como todo en la vida, hay siempre al menos dos versiones del asunto. Una versión distinta del problema la ofrecen otros investigadores en biomedicina, también de gran valía, al afirmar que el sida es una realidad, pero que su causa no es el VIH sino otros factores distintos relacionados con la intoxicación del cuerpo; y por muy distinta que esta opinión sea de la doctrina oficial, es algo que el público debe conocer y discutir; sólo así la información se traducirá en un cambio efectivo en el comportamiento de la gente.
Las campañas de prevención son el reconocimiento implícito de que el sistema educativo en el mundo ha sido ineficaz para formar personas pensantes que, a su vez, sean capaces de discutir los problemas que les atañen. En un tiempo en que el analfabetismo funcional de la mayoría de los habitantes del planeta no puede ser ya ocultado, ¿cómo se espera que se revierta la tendencia estadística en la epidemia de sida? Ignorancia y enfermedad siempre han ido de la mano.
Cuando las autoridades sanitarias, los médicos y los psicólogos dicen que investigan, lo que hacen es investigar lo obvio. Cuando plantean procedimientos de prevención en el campo de la salud, lo ofrecido se parece a lo que hacen los maestros que suponen que dar clases consiste en repetir a pie juntillas lo que dice el libro de texto, esperando que el alumno también lo repita sin discusión de ninguna clase, sin usar otros libros, sin consultar otras fuentes; quizá por todo ello es que se tiene la esperanza de que la gente algún día se “aprenda la lección”.
La educación, ¿quién podría dudarlo?, es esencial para el desarrollo humano. La educación para la salud es una necesidad incuestionable. Pero la educación para la salud no tiene que ser algo distinto a educar en el sentido más amplio del término. Educar es construir una percepción de la realidad, erigir un universo, y en esta tarea maestros y alumnos somos todos. Por lo mismo, no hay quien les niegue a los psicólogos su derecho a educar, pero lo que sí se les cuestiona es confundir la psicología con la educación. Eduquen todo lo que puedan, pero no afirmen que lo hacen desde la psicología.
¿Qué pueden hacer los psicólogos en el ámbito del sida? Entre otras cosas, reconocer que no hay un perfil psicológico de la persona que puede llegar a contagiarse; pensarlo así, además, contribuye a la campaña (explícita, en algunos casos) de segregación de los infectados. No hay grupos en riesgo. Ni los homosexuales, ni los drogadictos, ni los pacientes transfundidos son grupos en riesgo. El único grupo en riesgo es el compuesto por toda la humanidad.
¿Qué pueden hacer además los psicólogos en el ámbito del sida? Indudablemente su trabajo sustantivo, esto es, la labor clínica que han criticado desde la lógica de la enseñanza de las competencias conductuales. Desde la perspectiva psicológica, estar enfermo de sida no es diferente a padecer alguna otra afección; dondequiera que haya alguien que sufra moralmente (usando el término en su sentido fundamental), allí hace falta el psicólogo. Los alegatos contra el modelo médico en la definición del trabajo profesional del psicólogo no significan que la relación uno a uno se deba perder; tampoco se requiere reinventar los problemas de estudio de la psicología, ni tampoco los problemas psicológicos de la gente; siempre se ha tratado de algo muy bien identificado: el sufrimiento moral humano y el desarrollo de las potencias intelectuales.
Tomado de:https://www.uv.mx/cienciahombre/revistae/vol22num2/articulos/psicologia/index.html
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